San Clemente I, Clemente Romano o Clemente de Roma, fue un cristiano que vivió a finales del siglo I, fue el tercer sucesor de San Pedro y uno de los conocidos Padres apostólicos por haber logrado transmitir el eco vivo de la predicación de los apóstoles de Jesús de Nazaret. Es el santo que celebramos el 23 de noviembre.
Por ser cristiano, San Clemente fue desterrado por parte del emperador Trajano a Crimea (sur de Rusia) y fue condenado a realizar trabajos forzosos, como picar piedra, lo que haría junto con los otros cristianos desterrados. Los que trabajaban junto con él, solían suplicarle “Ruega por nosotros Clemente, para que seamos dignos de las promesas de Cristo”.
Se dice que allá en Crimea, logró convertir a muchos paganos a quienes bautizó y enseñó la palabra de Jesús. Los obreros de la mina de mármol sufrían mucho a causa de la sed, debido a que la fuente más cercana se encontraría a unos diez kilómetros de distancia. San Clemente oraría por ellos, oró con tanta fe que allí muy cerca de donde se encontraban, apareció una fuente de agua cristalina. Este milagro sería lo que le dio más fama a su santidad y le permitió conseguir otras conversiones.
Las autoridades que lo forzaban al trabajo, intentaron obligarlo a adorar a Júpiter, a lo que San Clemente respondería que él sólo adoraba al Dios verdadero. Entonces sería arrojado al mar, y para que a sus fieles cristianos se les hiciera imposible el venerar su cadáver, le ataron un hierro de gran peso alrededor de su cuello. Pero una gran ola devolvería el cadáver de San Clemente a la orilla.
Finalmente, San Cirilo y San Metodio llevarían a Roma en el año 860 los restos de San Clemente, donde llegaron a ser recibidos con una gran solemnidad en la Ciudad Eterna, y allá se conservan.