Evangelio del Sábado, 25 de Noviembre de 2017:
Conoce el evangelio del día, evangelio de hoy 25 de Noviembre del 2017: Primera lectura, el salmo y el evangelio o palabra de Dios.
Primera lectura
Primer Libro de Macabeos 6, 1-13
Mientras tanto, el rey Antíoco recorría las provincias de la meseta. Allí se enteró de que en Persia había una ciudad llamada Elimaida, célebre por sus riquezas, su plata y su oro.
Ella tenía un templo muy rico, donde se guardaban armaduras de oro, corazas y armas dejadas allí por Alejandro, hijo de Filipo y rey de Macedonia, el primero que reinó sobre los griegos.
Antíoco se dirigió a esa ciudad para apoderarse de ella y saquearla, pero no lo consiguió, porque los habitantes de la ciudad, al conocer sus planes,
le opusieron resistencia. El tuvo que huir y se retiró de allí muy amargado para volver a Babilonia.
Cuando todavía estaba en Persia, le anunciaron que la expedición contra el país de Judá había fracasado.
Le comunicaron que Lisias había ido al frente de un poderoso ejército, pero había tenido que retroceder ante los judíos, y que estos habían acrecentado su poder, gracias a las armas y al cuantioso botín tomado a los ejércitos vencidos.
Además, habían destruido la Abominación que él había erigido sobre el altar de Jerusalén y habían rodeado el Santuario de altas murallas como antes, haciendo lo mismo con Betsur, que era una de las ciudades del rey.
Al oír tales noticias, el rey quedó consternado, presa de una violenta agitación, y cayó en cama enfermo de tristeza, porque las cosas no le habían salido como él deseaba.
Así pasó muchos días, sin poder librarse de su melancolía, hasta que sintió que se iba a morir.
Entonces hizo venir a todos sus amigos y les dijo: «No puedo conciliar el sueño y me siento desfallecer.
Yo me pregunto cómo he llegado al estado de aflicción y de amargura en que ahora me encuentro, yo que era generoso y amado mientras ejercía el poder.
Pero ahora caigo en la cuenta de los males que causé en Jerusalén, cuando robé los objetos de plata y oro que había allí y mandé exterminar sin motivo a los habitantes de Judá.
Reconozco que por eso me suceden todos estos males y muero de pesadumbre en tierra extranjera».
Salmo
Del maestro de coro. Para oboes y arpa. Salmo de David. Acción de gracias por la justicia de Dios
[Alef] Te doy gracias, Señor, de todo corazón
y proclamaré todas tus maravillas
Quiero alegrarme y regocijarme en ti,
y cantar himnos a tu Nombre, Altísimo.
[Bet] Cuando retrocedían mis enemigos,
tropezaron y perecieron delante de ti,
porque tú defendiste mi derecho y mi causa,
sentándote en el trono como justo Juez.
[Guímel] Escarmentaste a las naciones,
destruiste a los impíos y borraste sus nombres para siempre;
desapareció el enemigo: es una ruina irreparable;
arrasaste las ciudades, y se perdió hasta su recuerdo
[He] Pero el Señor reina eternamente
y establece su trono para el juicio:
él gobierna al mundo con justicia
y juzga con rectitud a las naciones.
[Vau] El Señor es un baluarte para el oprimido,
un baluarte en los momentos de peligro.
¡Confíen en ti los que veneran tu Nombre,
porque tú no abandonas a los que te buscan!
[Zain] Canten al Señor, que reina en Sión,
proclamen entre los pueblos sus proezas.
Porque él pide cuenta de la sangre,
se acuerda de los pobres y no olvida su clamor.
[Jet] El Señor se apiadó de mí, contempló mi aflicción;
me tomó y me alzó de las puertas de la Muerte,
para que pudiera proclamar sus alabanzas
y alegrarme por su victoria en las puertas de Sión.
[Tet] Los pueblos se han hundido en la fosa que abrieron,
su pie quedó atrapado en la red que ocultaron.
El Señor se dio a conocer, hizo justicia,
y el impío se enredó en sus propias obras.
[Iod] Vuelvan al Abismo los malvados,
todos los pueblos que se olvidan de Dios.
[Caf] Porque el pobre no será olvidado para siempre
ni se malogra eternamente la esperanza del humilde.
¡Levántate, Señor!
que los hombres no se envanezcan,
y las naciones sean juzgadas en tu presencia.
Infúndeles pánico, Señor,
para que aprendan que no son más que hombres.
Evangelio del día
San Lucas 20, 27-40
Se le acercaron algunos saduceos, que niegan la resurrección,
y le dijeron: «Maestro, Moisés nos ha ordenado: «Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda».
Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos.
El segundo
se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia.
Finalmente, también murió la mujer.
Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?».
Jesús les respondió: «En este mundo los hombres y las mujeres se casa,
pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán.
Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.
Que los muertos van resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.
Porque él no es Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él».
Tomando la palabra, algunos escribas le dijeron: «Maestro, has hablado bien».
Y ya no se atrevían a preguntarle nada.