EVANGELIO DEL VIERNES, 30 DE NOVIEMBRE DE 2018:
Conoce el evangelio del día, evangelio de hoy 30 de Noviembre del 2018: Primera lectura, el salmo y el evangelio o palabra de Dios.
PRIMERA LECTURA
LECTURA DE LA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS ROMANOS 10, 9-18
Porque si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvado.
Con el corazón se cree para alcanzar la justicia, y con la boca se confiesa para obtener la salvación.
Así lo afirma la Escritura: «El que cree en él, no quedará confundido».
Porque no hay distinción entre judíos y los que no lo son: todos tienen el mismo Señor, que colma de bienes a quienes lo invocan.
Ya que todo el que invoque el nombre del Señor se salvará.
Pero, ¿como invocarlo sin creer en él? ¿Y cómo creer, sin haber oído hablar de él? ¿Y cómo oír hablar de él, si nadie lo predica?
¿Y quiénes predicarán, si no se los envía? Como dice la Escritura: «¡Qué hermosos son los pasos de los que anuncian buenas noticias!»
Pero no todos aceptan la Buena Noticia. Así lo dice Isaías: «Señor, ¿quién creyó en nuestra predicación?»
La fe, por lo tanto, nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo.
Yo me pregunto: ¿Acaso no la han oído? Sí, por supuesto: Por toda la tierra se extiende su voz y sus palabras llegan hasta los confines del mundo.
SALMO
SALMO 18
Yo te amo, Señor, mi fuerza,
Señor, mi Roca, mi fortaleza y mi libertador,
mi Dios, el peñasco en que me refugio,
mi escudo, mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Invoqué al Señor, que es digno de alabanza
y quedé a salvo de mis enemigos.
Las olas de la Muerte me envolvieron,
me aterraron los torrentes devastadores,
me cercaron los lazos del Abismo,
las redes de la Muerte llegaron hasta mí,
Pero en mi angustia invoqué al Señor,
grité a mi Dios pidiendo auxilio,
y él escuchó mi voz desde su Templo,
mi grito llegó hasta sus oídos.
Entonces tembló y se tambaleó la tierra;
vacilaron los fundamentos de las montañas, y
se conmovieron a causa de su furor;
de su nariz se alzó una humareda,
de su boca, un fuego abrasador,
y arrojaba carbones encendidos.
El Señor inclinó el cielo, y descendió
con un espeso nubarrón bajo sus pies;
montó en el Querubín y emprendió vuelo,
planeando sobre las alas del viento.
Se envolvió en un manto de tinieblas;
un oscuro aguacero y espesas nubes
lo cubrían como un toldo;
las nubes se deshicieron en granizo y centellas
al fulgor de su presencia.
El Señor tronaba desde el cielo,
el Altísimo hacía oír su voz;
arrojó sus flechas y los dispersó,
multiplicó sus rayos y sembró la confusión.
Al proferir tus amenazas, Señor,
al soplar el vendaval de tu ira,
aparecieron los cauces del mar
y quedaron a la vista los cimientos.
El tendió su mano desde lo alto y me tomó,
me sacó de las aguas caudalosas;
me libró de mi enemigo poderoso,
de adversarios más fuertes que yo.
Ellos me enfrentaron en un día nefasto,
pero el Señor fue mi apoyo:
me sacó a un lugar espacioso,
me libró, porque me ama.
El Señor me recompensó por mi justicia,
me retribuyó por la inocencia de mis manos:
porque seguí fielmente los caminos del Señor,
y no me aparté de mi Dios, haciendo el mal;
porque tengo presente todas sus decisiones
y nunca me alejé de sus preceptos.
Tuve ante él una conducta irreprochable
y me esforcé por no ofenderlo.
El Señor me premió, porque yo era justo
y mis manos eran inocentes a sus ojos.
Tú eres bondadoso con los buenos
y eres íntegro con el hombre intachable;
eres sincero con los que son sinceros
y te muestras astuto con los falsos.
Porque tú salvas al pueblo oprimido
y humillas los ojos altaneros;
tú eres mi lámpara, Señor;
Dios mío, tú iluminas mis tinieblas.
Contigo puedo asaltar una muralla;
con mi Dios, puedo escalar cualquier muralla.
El camino de Dios es perfecto,
la promesa del Señor es digna de confianza.
El Señor es un escudo para los que se refugian en él,
porque ¿quién es Dios fuera del Señor?
¿y quién es la Roca fuera de nuestro Dios?
El es el Dios que me ciñe de valor
y hace intachable mi camino;
el que me da la rapidez de un ciervo
y me afianza en las alturas;
el que adiestra mis manos para la guerra
y mis brazos para tender el arco de bronce.
Me entregaste tu escudo victorioso
y tu mano derecha me sostuvo:
me engrandeciste con tu triunfo,
me hiciste dar largos pasos,
y no se doblaron mis tobillos.
Perseguí y alcancé a mis enemigos,
no me volví hasta que fueron aniquilados;
los derroté y no pudieron rehacerse,
quedaron abatidos bajo mis pies.
Tú me ceñiste de valor para la lucha,
doblegaste ante mí a mis agresores;
pusiste en fuga a mis enemigos,
y yo exterminé a mis adversarios.
Imploraron, pero nadie los salvó;
gritaban al Señor, pero no les respondía.
Los deshice como polvo barrido por el viento,
los pisé como el barro de las calles.
Tú me libraste de un ejército incontable
y me pusiste al frente de naciones:
pueblos extraños son mis vasallos.
Gente extranjera me rinde pleitesía;
apenas me oyen nombrar, me prestan obediencia.
Los extranjeros palidecen ante mí
y, temblando, abandonan sus refugios.
¡Viva el Señor! ¡Bendita sea mi Roca!
¡Glorificado sea el Dios de mi salvación,
el Dios que venga mis agravios
y pone a los pueblos a mis pies!
Tú me liberas de mis enemigos,
me haces triunfar de mis agresores
y me libras del hombre violento.
Por eso te alabaré entre las naciones
y cantaré, Señor, en honor de tu Nombre.
El concede grandes victorias a su rey
y trata con fidelidad a su Ungido,
a David y a su descendencia para siempre.
EVANGELIO DEL DÍA
SAN MATEO 4, 18-22
Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar porque eran pescadores.
Entonces les dijo: «Síganme, y yo los haré pescadores de hombres».
Inmediatamente, ellos dejaron las redes y lo siguieron.
Continuando su camino, vio a otros dos hermanos: a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca de Zebedeo, su padre, arreglando las redes; y Jesús los llamó.
Inmediatamente, ellos dejaron la barca y a su padre, y lo siguieron.